Gerardo Guaza, literato de Sahagún y Castelldefels presenta "de adobe y de espuma"

GERARDO GUAZA ha presentado este mes de Otubre su segundo libro titulado "De adobe y espuma"

Una obra que conjuga poesía y prosa y que nos revela nuevas facetas de la personalidad humana y literaria de este poeta de padre y madre facundinos. Su primer libro de poemas, "La siembra de Selene" apareció en 2007.

El título trata de definir a Gerardo como persona por su doble origen: el adobe representa el barro con el que se construían las casas en el pueblo de sus padres, Sahagún, en el límite de la Tierra de Campos (Castilla-León). "De adobe y espuma" es un libroen el que Gerardo, desde sus páramos castellanos y su mar mediterráneo, logra proyectar sin fronteras su voz poética. Algo que sólo alcanzan unos pocos.


"Nací en Barcelona en 1961, mis padres proceden de Sahagún, un pueblo de Tierra de Campos de la provincia de León. Desde 1968 resido en Castelldefels, provincia de Barcelona. Me diplomé en Magisterio por la Universidad de Barcelona. Soy aficionado a la literatura y a la historia. Desde 1985 soy miembro del Grupo de Poesía Alga de Castelldefels y publico asiduamente en la revista que edita desde el año 1985. En 1992 aparezco en la antología poética "Alga (1882-1992)" y en 2007 publiqué una antología de mis poemas en el libro titulado "La siembra de Selene". También colaboro en la revista "La Voz de Castelldefels" desde 2003 escribiendo una columna cultural mensual. Mi profesión es la de asesor laboral y fiscal desde 1979"

No dejeis de leer a continuación como transcurrió LA POSGUERRA EN SAHAGÚN, publicado por Gerardo Guaza hace 3 años en su blog ERATO Y CLÍO donde cuenta todos los acontecimientos y las vicisitudes vividas por su familia en aquella época:

Voy a intentar explicar la vida cotidiana de la posguerra desde el punto de vista de mi madre. La acción transcurre en un pueblo de Tierra de Campos llamado Sahagún, perteneciente a la provincia de León, casi fronterizo de las provincias de Valladolid y Palencia.

Mis abuelos maternos se llamaban Fermín (1998-1968) y Emiliana (1902-1982), mi madre nació en 1934 y era la segunda más joven de los siete hermanos que sobrevivieron (dos hombres y cinco mujeres). Mi abuela tuvo dos abortos y una niña que se llamaba como mi madre que murió a los ocho meses, la mortandad infantil era muy elevada en aquella época.
 
Mi abuelo era ganadero de ovejas y, antes de que naciera mi madre, existía cierta pujanza económica en la casa familiar. Se vendía la lana de las ovejas, parte de los corderos que nacían y se fabricaba un queso que tenía prestigio en el pueblo y alrededores. 
En 1930 y por un problema del arrendamiento de unos pastos mi abuelo, sin pensarlo mucho, vendió el rebaño de ovejas y compró un rebaño de vacas. De las vacas se obtenía la leche y la venta de los terneros, pero el negocio era menos beneficioso que el de las ovejas. Para complementar los ingresos arrendó unas tierras para sembrar forraje para las vacas, trigo, legumbres, etc. 
Así que cuando vino mi madre al mundo la holganza económica de la familia no era tanta como antes. Cuando llegó la guerra fraticida mi madre tenía entre dos y cinco años, así que no recuerda prácticamente nada. Era zona nacional y lo único que le contó mi abuela era que veían pasar aviones y se escondían en las casas, pero pasaban de largo y no hubo combates ni aéreos ni terrestres en la zona.
Pasó una infancia y juventud en plena posguerra, como decía su hermano mayor, Fermín, “el hambre pasa por delante de la puerta, pero no entra en casa”. Empezó a ir a la escuela en párvulos en un colegio de monjas, luego pasó a las escuelas nacionales. Allí una sola profesora daba clase a una veintena de niñas, el material escolar era una enciclopedia, una pizarra con sus tizas y un cuaderno con una plumilla que se mojaba en el tintero adosado al pupitre. Los consiguientes manchones en el cuaderno propiciaban golpes de regla en las uñas o pasar un rato de rodillas. Algunas tenían también un estuche de lápices de colores.  
Las niñas de más recursos tenían un cabás para llevar las cosas que consistía en una caja de cartón forrado con un asa y con un cierre para sujetar la parte superior que hacía de tapa, mi madre y otras compañeras usaban una bolsa de tela que les hacían sus madres. Otra anécdota es que cuando salían al patio algunas se iban a los huertos próximos a ver si había alguna cosa comestible, cuando eso ocurría se les iba el santo al cielo y llegaban tarde a clase, eso causaba el mismo castigo que los manchones de tinta. 
Mi madre tuvo que dejar la escuela a los doce años, ya que tenía que ayudar a su madre en las faenas domésticas y a sus dos hermanos en el trabajo del campo (quitar forraje en primavera, traer comida para las vacas cargando el peso sobre la espalda, etc.) En 1950 mi abuelo compró unos majuelos (viñedos) y mi madre iba a recoger los palos de las viñas cuando se podaban y a limpiar el forraje que crecía entre ellas.
En el artículo próximo os seguiré hablando de este tema que para mí resulta apasionante, hablaré de las diversiones y más temas económicos.
En el año 1952 se instala en el pueblo una industria de fabricación de galletas denominada popularmente “la galletera”, fue un tímido intento de potenciar el sector secundario, ya que mi madre trabajó en ella desde que se abrió hasta el año 1955, fecha en que la citada industria desapareció. Así que el pueblo volvió a vivir de la agricultura y ganadería y del pequeño comercio como siempre (sectores primario y terciario).
Mientras trabajó en la fábrica siguió ayudando en casa, ya que las hermanas mayores se iban casando y abandonando el hogar familiar, de todas formas mi abuela las siguió ayudando después de casadas ahorrando como podía. El poder adquisitivo de los salarios era bajo, aunque ahora tampoco estamos para tirar cohetes.

La dieta consistía en un desayuno (sopas de ajo o leche con pan migado), en una comida a base de cocido de garbanzos (sopa, garbanzos, carne, tocino, chorizo, etc.) y la cena se componía de sopa de ajo o legumbres y pescado (jurel, sardina, palometa, etc.). Los domingos como algo especial se podía comer un arroz negro con calamares (el marisco no se había inventado todavía). También se comían huevos, jamón serrano, queso de oveja y productos de las huertas que se cultivaban a orillas del río Cea.

En cuanto a las diversiones el fin de semana largo consistía en el domingo y el que criaba ganado ni eso, trabajaba todos los días. El domingo la gente se arreglaba lo mejor que podía (si se moría un familiar cercano el luto duraba tres años) y se iba a misa de 12, al salir de misa había un baile que llamaban “del vermut” de 13 a 14 horas, pero era para gente más bien acomodada. El baile multitudinario era de 20 a 23 horas en una sala que se llamaba “La Pista”, antes del baile se paseaba un rato por la plaza del pueblo.

En la Fiesta Mayor de San Juan de Sahagún (12 de junio) se hacían los encierros de los toros, había las correspondientes fiestas taurinas, concursos de pelota en el frontón, fuegos artificiales, atracciones y cucañas para los niños, carreras de cintas, verbenas con orquesta en la plaza, etc. Los carnavales también se celebraban, pero no se podía ir con la cara cubierta.

Volviendo al aspecto económico existía una cartilla de racionamiento para los productos básicos: Pan, aceite, azúcar, arroz, legumbres, etc. Había que ir al Ayuntamiento a buscar un cupón mensual que iba en función del número de personas que integraban la familia. Si la familia producía algún producto racionado éste no se compraba y se cambiaba por otra cosa, por ejemplo, azúcar; o se vendía, como ocurría con el tabaco que no se consumía (ya que los varones mayores de 18 años tenían derecho a unas cajetillas al mes), a un precio superior al tasado. Lógicamente estaba prohibido.

El llamado estraperlo consistía en eso, vender productos del racionamiento a terceras personas por un precio muy superior. Había muchas personas que vivían de esto comerciando ilegalmente a cierta escala de unos lugares a otros, la Guardia Civil se encargaba de evitarlo, aunque en algunas ocasiones hacían la vista gorda.


Mis abuelos paternos se llamaban Gerardo, de ahí mi nombre, (1891-1959) y Eustasia (1894-1959), ambos murieron antes de mi nacimiento. Mi padre nació en 1931 y era el segundo más joven de los hermanos. Fueron nueve hermanos, pero tres murieron de pequeños y una murió con 26 años a causa de la mala alimentación que recibía estando sirviendo en Madrid.

En el pueblo había una escuela grande con siete clases (4 para niñas y 3 para niños) y había otra clase para niños en otro edificio detrás del Ayuntamiento, donde ahora está situado el Ambulatorio, ahí iba mi padre. No tenían libros y la enseñanza se basaba en las explicaciones del maestro, tomaban notas, hacían dictados y trabajaban mucho el Catecismo.


Dejó la escuela a los 13 años y ya se puso a trabajar en el campo (como ya expliqué en otro artículo las faenas agrarias ahora no me extenderé). La parte más dura del año era “hacer el verano”, es decir, la época de la cosecha. Se segaba con una cosechadora, no a mano, las gavillas de espigas se amontonaban para luego acarrearlas hasta las eras. Allí se trillaba la mies para separar el grano de la paja, se aventaba y el grano limpio se ensacaba y almacenaba. Estas operaciones duraban los meses de julio y agosto, 60 días de trabajo ininterrumpido y sólo dos fiestas para descansar, el 25 de julio (día de Santiago) y el 15 de agosto (festividad de la Virgen que aún se celebra en muchos pueblos de España, pero sin su motivación original), se solía dormir al raso en el campo una media de 4 ó 5 horas diarias.


De mediados de septiembre a finales de octubre se dedicaban a la vendimia de los viñedos (allí llamados majuelos), trabajaban hombres, mujeres y adolescentes de ambos sexos. Se trabajaba de sol a sol por un jornal de 14 pesetas, los que llevaban la uva a los carros en cestos ganaban algo más.
De noviembre a junio, pasada la vendimia, se seguía trabajando en las viñas alumbrándolas (escarbar la tierra), sulfatándolas y podándolas; esta última operación era muy delicada y de ella dependía la cosecha del año siguiente. Mi abuelo era experto en ello y le enseñó a mi padre.


En cuanto a las diversiones, además del baile y los paseos en el caso de las mujeres, los hombres iban después de comer al café cuando el trabajo lo permitía. Se entregaban los jornales en casa y le daban a mi padre una propina de 15 ptas. para toda la semana. Un café costaba 6 reales (1,50 pts.), una entrada de cine 6 pts. y una entrada al baile 3 pts. Si iba con una chica al cine gastaba 12 ptas. y le quedaban 3 para toda la semana. Por eso había que ser hábil en los juegos de cartas para que el café saliera gratis y no estar de mirón, se jugaba a la brisca, al tute y al tute subastado.


Algunos de los chavales se encuadraban en Falange y otros en los Requetés (de origen carlista), cada unos tenían su propio local donde reunirse, los primeros iban de uniforme azul y los segundos de color caqui y boina roja. A veces se peleaban entre ellos y, cuando iban los domingos a misa, iban en formación y los chicos con unos fusiles de madera al hombro.


En una ocasión, estuvo Franco en León (1947 ó 1948), y pusieron trenes gratis para ir a verle y dieron 10 pesetas por persona para la merienda. Mi padre fue con un amigo para aprovechar y ver a su hermana Toli que estaba sirviendo allí. Lo que más recuerda mi padre es el discurso de Serrano Súñer (cuñado y mano derecha del General), Franco sólo salió un momento a saludar al balcón.


A partir de 1956 su hermano mayor, Paco, se vino a Barcelona recomendado por un policía secreta nacido cerca de Sahagún y fue llevando a toda la familia. Mi padre se casó con mi madre en 1960 y se la trajo a Barcelona... pero eso ya es otra historia.
 POEMA "LLUEVE EN SAHAGÚN" de Gerardo Guaza:

Llueve con mansedumbre,
el cielo se oscurece como bronce
de campanas calladas.
Sólo los rayos abren brechas
de fuego en el metal.

En un soportal me cobijo
de fuertes y viejas columnas.
Miro la Trinidad al frente
imponente y maciza
(me sigue impresionando
como cuando era niño),
las gotas de lluvia provocan
un llanto sordo en sus ladrillos
que susurra misterios.

Lluvia y rayos amainan,
el camino retomo,
cruzo el puente y arribo
al modesto refugio que me ofrece
la casa añorada de mis abuelos,
brillante en mi recuerdo
como la nieve de la infancia,
mas ahora fosca y deshabitada.


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